Entre el sueño Australiano y la nostalgia Colombiana

El Blog de Aleja | Blog # 1

Alejandra Tuberquia

Ahorita en enero visite Colombia luego de haber estado un poco más de dos años en Australia. Un mes en el que traté de recompensar el tiempo ausente y un día a día donde debía detallar cada rasgo de mis amigos y familia porque no sabía cuándo iba a ser la próxima vez que los volvería a ver. Un mes que me enseñó una de las lecciones más grandes en estos 27 años de vida.

Australia es un país que aún está en construcción. Teniendo una economía fuerte, ha incentivado a muchas personas a migrar; es un país de oportunidades, donde puedes estudiar, vivir y trabajar con personas de todas partes del mundo -No soy persona de datos, pero si le escriben a chat GPT o van a Wikipedia lo pueden corroborar-. En dos años y 4 meses que llevo viviendo aquí he trabajado con asiáticos, europeos y latinos; he vivido con colombianos, italianos y australianos. He sido mesera, limpiadora, cocinera y vendedora. He llorado de impotencia por no poder expresar mis sentimientos en inglés, me he maravillado viendo nuevos paisajes y he agradecido coincidir con personas increíbles que ni sabían cómo señalar Medellín -o incluso Colombia- en el mapa.

Los migrantes tienen diferentes connotaciones culturales dependiendo de su lugar de origen y con ello, sus intenciones en el nuevo país donde residen. Al venir de Latinoamérica, es común sentir que si estás yendo a un país que habla otro idioma debes aprovechar lo máximo posible para trabajar y ahorrar -de otra manera estas perdiendo el tiempo-. Cómo colombiana, debía aplicar a una visa de estudiante para tener derecho a trabajar y como era mi primera vez en un país anglosajón había que empezar con lo más básico: un curso de inglés. Me sorprendí cuando el primer día de clases noté que el 90% de las personas eran colombianas y las tardes en el salón se convirtieron en juegos y charlas, aunque casi siempre hablábamos español.

Con el tiempo las conversaciones en clase se iban haciendo más estresantes. La mayoría teníamos un nivel muy básico de inglés y los temas de conversación se limitaba al trabajo, las rentas, los gastos, la residencia. Empecé a ver que todos trabajaban más de lo que disfrutaban la ciudad y que la gente tenía un miedo colectivo de volver a Colombia. Yo, que trabajaba en un café 6 horas diarias e iba a estudiar 5 más en las tardes, empecé a sentirme insuficiente y por presión social -o porque creía que así se debía de vivir- empecé a buscar trabajos fines de semana en eventos como mesera, llegando a trabajar casi todos los días y pensando cómo iba a conseguir la residencia, algo que nunca se me había ocurrido pero que a la vez me ayudaba a evadir la sensación de soledad al estar ocupada todo el día.

Ese momento en mi vida fue mi época hiperproductiva. Luego de ver los costos que implicaba seguir aquí y de saber que no lo estaba logrando, mi mente se lo tomo como un reto personal y yo, que me había venido de Colombia a Australia con el deseo de disminuir la presión social de “ser alguien” estaba cayendo de nuevo en ese círculo que conozco muy bien y que usualmente termina en una mente quemada y un cuerpo que necesita quedarse en la cama durante días para recuperarse. Recuerdo esa extraña satisfacción de sentir como me dolían las piernas luego de turnos en los que debía de estar de pie por más de 12 horas diarias y mi recompensa era estar los domingos en la cama todo el día.

Pero Dios, universo, destino o como quieran llamarlo a veces te salva y ni te das cuenta. En medio de lo que mi mente pensaba que era mi momento “más exitoso” llegó el amor y con ello mi crisis de identidad. Esta historia de citas y enamoramiento es un poco larga, y en algún momento la contaré, pero como es mi primer blog y el tema principal son los viajes, diré que en seis meses pasé de vivir en una de las principales ciudades a uno de los pueblos más hippies y alternativos de Australia, e incluso del mundo -y eso último no me pregunten a mí, eso me lo dijo chat GPT-. Tomar la decisión de mudarme significaba volver a empezar, esta vez subiendo un poquito más la intensidad no solo por vivir en una zona rural, además debía asumir las responsabilidades que conlleva compartir mi espacio con alguien.

Este “regalo” como le digo al amor, me sacó de la burbuja que creé para protegerme a través de una independencia excesiva y me impulsó a reconocer eso que había dejado en segundo plano en mi búsqueda por adaptarme a una vida como migrante: El valor de mi creatividad y lo bien que le hace a mi cuerpo el compartir con amigos en la naturaleza. Pero, aunque mi corazón anhelaba ese amor de hogar, tenía que ser realista de que esta nueva conexión iba a traer nuevos retos al ser dos personas criadas en contextos diferentes, de culturas donde se expresa el amor distinto y que no usábamos el mismo idioma para comunicar nuestras necesidades. Ahora si era mi momento de aprender inglés y conocer Australia con un local.

“Y llegamos a el pueblo, un lugar de naturaleza, gente tranquila y creativa, de valores alineados a mi estilo de vida y que podía relajar un poco esta mente inquieta” o eso pensé los primeros cuatro días antes de enfrentarme al gran reto adaptativo de ir a un lugar sin ningún arraigo cultural y vivir con alguien al que, literalmente, no le entendía. Un año donde puse mi capacidad de resiliencia al máximo pero que intuía iba a traerme aprendizajes aún más profundos. Conocí personas interesantes con nuevas formas de pensar y mi inglés fue mejorando a través de conversaciones casuales. Aprendí a cocinar en el restaurante del pueblo -lo que me trajo quemaduras en los brazos y momentos muy estresantes- y tuve que pasar mucho tiempo conmigo misma.

Era vivir en un paraíso donde el clima y las personas eran agradables, donde había muchas actividades que invitaban a la creatividad, pero también era un espacio incómodo lleno de nostalgia por estar separada de mi cultura, mis amigos y mi familia. Un día me levanté y le dije al amor “Me voy un mes para Colombia, ¿vamos?” y él, aunque un poco indeciso al principio, terminó comprando los tiquetes conmigo. Desde el momento en que aterrizamos en mi ciudad, todo en mi cuerpo se reconfiguró; una sensación de calma me invadió y el abrazar a mis papás fue de las sensaciones más especiales que he experimentado en mi vida. La nostalgia te puede hacer romantizar momentos de tu vida que ya no existen, pero para mí ese viaje a Colombia fue sentir un profundo agradecimiento con todo lo que me había formado.

Y es en este punto donde quiero compartir mi lección de vida luego de haber vuelto a Australia: Integrar lo nuevo en lugar de huir, es el camino para expandir la identidad. Como migrantes, las experiencias nuevas son parte de la cotidianidad, y es común querer hacer a un lado ese nuevo conocimiento: estar ocupados para no pensar, tener un objetivo que no te permita cuestionar, buscar el camino seguro o evitar los choques culturales. Volver a Colombia fue reconocer mis bases para existir en el mundo y vivir en Australia ha sido el espacio que me ha demostrado que las posibilidades pueden expandirse en la medida en que se pueda sobrellevar la incertidumbre.

Hoy por hoy, me hace feliz tener mañanas lentas en el pueblito mientras me embarco en la aventura de aprender a manejar carro y conseguir un nuevo trabajo. Mi sueño de residencia está en un segundo plano, y quiero enfocar mi atención en aprender nuevas habilidades -como hacer un blog-. No quiero encerrarme en un “así debe ser mi vida” y menos en un espacio que está para la experimentación. Migrar te hace cuestionar constantemente tu identidad, pero verlo como castigo o regalo variará de la persona. El dejar de buscar el éxito y aprender incluso de las cosas más básicas, será el tema en estos blogs, en el que tengo muchas historias/chismes que contar ¿se animan o qué?